NOS CUESTA DECIR: "SOY UN
MISERABLE PECADOR"
"Porque aunque de nada tengo
mala conciencia, no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el
Señor." (1 Co. 4:4).
Son muy raros los que quieren admitir que los demás los consideren
pecadores; mejor dicho, nadie quiere admitirlo. Aun cuando no descubrimos en
nosotros pecado alguno, debemos obstante creer que somos pecadores. De ahí las palabras del apóstol: "Aunque de nada
tengo mala conciencia, no por eso soy justificado" (1 Co. 4:4).
Pues así como por medio de la fe vive en nosotros la justifica de Dios, así
por la misma fe vive también en nosotros el pecado; o sea: sin fe no somos
capaces de admitir que somos pecadores, porque no lo vemos, y más aún, muchas
veces parece que ni fuéramos conscientes de ello. Por eso debemos acatar la
sentencia de Dios y creer sus palabras cuando él nos dice que somos injustos;
porque él no puede mentir. De esta misma fe se habla también en pasajes tales
como "Líbrame de los errores que me son ocultos: ¿quién podrá entender sus
propias faltas? (Sal. 19:12) y "No te acuerdes de mis ignorancias". Pues ¿qué es un pecador, sino ser una persona que
merece cualquier clase de castigo y tribulación? Confesar con la boca que se es
un pecador, pero no querer serlo de hecho, es una hipocresía, y es una mentira.
Y muchos, entonces se levantan para altercar a Dios con todo lo que les
acontece, le resiste, y como Dios actuara a la manera de un malvado, necio y
mentiroso, le contradices y te opones a sus designios. Y así, se hacen
semejantes a aquellos de quienes se había dicho antes (Ro. 2:8) que "son
contenciosos y no creen en la verdad, sino que creen a la injusticia".
Pues no creen a la verdad (es decir, a aquellas "obras de Dios" o
adversidades que les acontecieron con justa razón).
Si experimentamos todo aquello debemos decir "Bien hecho!" Esto
es lo que merezco. Admito sin reparos: como soy hombre pecador, todo cuando
Dios hace conmigo, lo hace con justicia y con verdad. Ciertamente, contra ti he
pecado; lo confieso para que sean reconocidas justas estas obras y palabras
tuyas, oh Dios justo y veraz. Tú no procedes conmigo de una manera equivocada;
no hay mentira en ti; porque tal como me haces aparecer con aquellas obras
tuyas, así soy en realidad: un hombre pecador. Es una confesión correcta y
sincera, al estilo de la Daniel 3: "Todo lo que sobre nosotros has traído,
oh Señor, con juicio fiel lo has hecho, porque hemos pecado contra ti". Es
como si dos personas estuvieran discutiendo acerca de algún asunto, y una de
ellas humildemente cediera a la otra diciendo: "Retiro lo dicho, a fin de
que la razón y la verdad estén de tu parte. Prefiero ser yo el que se equivocó
y obró mal, para que tú tengas la razón con lo que hiciste y pensaste".
¿No crees que el otro le responderá: "No, fui yo el equivocado; la opinión
correcta fue la tuya?" Y así llegarán a entenderse estas dos personas
entre las que de otro modo se habría producido un permanente desacuerdo a causa
de su discusión. Exactamente así son las cosas; de ahí el consejo del apóstol:
"No seáis sabios en vuestra propia opinión" (Ro. 12:16).
Es muy raro y difícil que una persona llegue a ser de veras un
"pecador" y pronuncie este versículo con un corazón recto y sincero.
Nadie quiere avenirse tan fácilmente a que contradigan lo que opina, reprueban
lo que hace, y desestimen lo que planea. Muchas veces son muy profundas las raíces
de nuestra soberbia en nuestra mente y voluntad. Nadie está del todo libre de
esta peste, ante todo cuando se producen contratiempos repentinos. "Hizo
proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus
corazones" (Lc. 1:51), es decir, en su mente y su auto-estimación con que
se halagan a sí mismos pero se oponen a Dios. Esta misma mente es llamada
también "el consejo de los malos", "Bienaventurado el varón que
no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de
escarnecedores se ha sentado" (Sal. 1:1). "No se levantaran los malos
en el juicio" (Sal. 1:5). Por lo tanto llegar a ser un pecador es, por una
parte, destruir esa mentalidad que nos hace pensar tercamente que nuestra
manera de vivir, hablar y actuar es buena, santa y justa, y por otra parte, revestirnos
de otra mentalidad (que proviene de Dios) que hace que de todo corazón creamos
que somos pecadores, que nuestra manera de obrar, hablar y vivir es mala.
"El que hace estas cosas, no resbalará jamás" (Sal. 15:5).